Quizás a ningún ídolo popular argentino como a Rodrigo Bueno (1973-2000) lo represente mejor o defina más perfectamente su breve existencia la frase: “Vivir rápido, morir joven y dejar un hermoso cadáver”. El extraordinario cantante que pasó como un rayo fugaz, pero iluminó de manera perdurable a la música popular argentina —el “Potro” que llevó el cuarteto desde Córdoba a escenarios internacionales— tiene muchas más similitudes con James Dean, a quien se le atribuyen erróneamente esas líneas (en realidad pertenecen a la película Llamada a cualquier puerta, de Nicholas Ray, en 1949).
Cada época produce el mito que se ajusta a los sentimientos y sueños colectivos, valores, prejuicios, amores, odios y luchas sociales que le son propios. James Dean fue el ideal joven estadounidense de su tiempo. Rodrigo fue el dios humano que evidentemente precisaron los años ’90 en Argentina: el “rebelde sin causa” local, con cabellos largos o cortos y tricolores, que expresó su rabia en letras preferentemente románticas compuestas por él mismo y entonadas con tono afónico y desafinado. El cantante carismático, de estética estridente y ánimo eternamente exacerbado, que hacía gala de su desmesura vital en los recitales y a quien los dioses le cobraron prematuramente la hybris con la vida.
El sex symbol que alardeaba de su vida amorosa y se vanagloriaba de su miembro viril, cuya carne arrastraba multitudes, y que fue a estrellar sus huesos contra el asfalto en un accidente automovilístico fatal. El santo de las causas populares —aquel que evidentemente precisaba la creciente marginalidad y desocupación de dos dígitos producto de una década de excluyentes políticas neoliberales—, cuyo lugar de muerte (km 27 de la Autopista La Plata-Buenos Aires) se transformó en un sitio de peregrinaje popular, y al cual sus fans le adjudicaron milagros.
¿Cuál fue la clave del fenómeno Rodrigo para devenir mito? “Soy de la generación que le tocó bailar a Rodrigo, la que más vivió el mito en el sentido de que, cuando murió, quedamos tiesos”, describe el novelista y poeta Gonzalo Unamuno. “En realidad, el mito no es Rodrigo. El mito lo hace la sociedad en la que Rodrigo se desenvolvió. Los mitos perduran mientras los valores que representa el personaje-mito tienen injerencia o influencia en la sociedad. Cuando a la sociedad estadounidense la Guerra de Vietnam le quede atrás en el tiempo, probablemente se desvanezca el mito Mohamed Alí. O lo propio pase con el mito Messi cuando ser fit, empresario y un prolijo burgués ya no sea considerado una cualidad social. Rodrigo fue el mito que precisaron los ’90: una época de falopa, bailanta, boliche, reviente, incontables shows por noche, poco cuidado del cuerpo. Tuvo no casualmente el mismo destino que Gilda, aunque con otra vida y otras circunstancias. Las claves de su mito tienen que ver con cómo vivió y murió, con la vorágine y la velocidad con la que le sucedió todo en la vida. Es el exponente de la fisura de una época, de una grieta cultural, de un abandono. Rodrigo nunca dejó de ser un border y un espejo respecto de cómo el Estado trataba a los drogadictos, a la gente con sus vicios y su forma de vida desenfrenada”.
El sociólogo y especialista en cultura popular Pablo Alabarces se sitúa en las antípodas de Unamuno y describe: “Rodrigo nunca me gustó. No me parecía un buen cantante, aunque sí un buen showman, tal como lo demostró en los escenarios del Luna Park. Rodrigo sólo me interesó puesto en relación con la cumbia y en contraposición a Gilda”.
En relación con el lugar de Rodrigo en la historia del cuarteto, Alabarces afirma: “El cuarteto es uno de los fenómenos más localizados y regionalizados de la cultura popular argentina. Esto es, no tiene expansión fuera de Córdoba, salvo el momento en que, en la disputa del mercado cuartetero dentro de Córdoba, Rodrigo va a Buenos Aires para competir exitosamente con el adversario difícil que era La Mona Jiménez. No hay que olvidar que el cuarteto cordobés es una gigantesca empresa familiar, es decir, todas las personas vinculadas al cuarteto están ligadas por lazos familiares y son descendientes, por vía directa o indirecta, de los Marzano. Son hijos, nietos, sobrinos, cuñados del matrimonio fundador constituido por Leonor Marzano y Miguel Gelfo, el acordeonista del primigenio Cuarteto Leo. Dentro de los cuales están La Mona y Rodrigo (creo que por vía materna). Funcionan como una oligarquía musical. Por eso —y eso queda muy claro en la película El Potro (Lorena Muñoz, 2018)— no puede construirse una narrativa de ascenso social en Rodrigo como sí en Gilda. Rodrigo ni siquiera tenía para ostentar una condición de ‘morocho’, como La Mona (que tampoco constituye un caso de ascenso social). Entonces la película lo presenta como el estereotipo del macho cordobés, un personaje exacerbado de machismo, al que le gustan las minas, las drogas y el alcohol”.
Frente a la pregunta sobre los elementos y la perdurabilidad del “mito Rodrigo”, Alabarces contrapone: “¿Hay un mito Rodrigo? ¿Perdura algo? Perduran unas pocas canciones. La de Maradona, tan mala como exitosa; ‘Lo mejor del amor’ y ‘Amor clasificado’. Su muerte fue una de las más ridículas de la historia del espectáculo argentino. Se muere a lo machote: tirándole el auto encima a otro que le había tirado el auto encima antes, una muerte entre dos pelotudos para ver quién la tiene más larga. Luego los fans intentan hacer un santuario, y acá vuelven las comparaciones con Gilda. Pero Gilda ya era santa y la muerte lo que hizo fue agigantar su santidad. Para hacer santo hay que cumplir un milagro. No hay ninguna creencia en un milagro de Rodrigo, y entonces no se pudo crear una santidad frente a alguien que no cumple ese requisito básico. En Rodrigo no se cree: te gusta, no te gusta, lo olvidás más rápido, lo olvidás más lento”.
Uno de los méritos incuestionables de Rodrigo es que compuso canciones de tinte popular que, como su figura, trasvasaron las clases sociales y perduraron en la memoria colectiva. “La diferencia de Rodrigo es que sus letras son más abarcadoras y universales, involucran a muchos más universos que el del cuarteto tradicional”, sostiene Unamuno. “Él ‘traicionaba’ al cuarteto. Sucede lo mismo con Piazzolla, al cual los tangueros crucifican. En cierta forma, Rodrigo no representa el típico cuarteto cordobés: elige la vida porteña, y, sin embargo, el gran público lo idolatra como a ninguno”.
Incluso, a pesar de que en “Soy cordobés” Rodrigo se vanagloria de su lugar de nacimiento y de que la canción devino un cuasi himno de la provincia, finalmente asume que “anda sin documento”, y aunque lleva el acento de “Córdoba capital”, su identidad se relaciona más con los sectores populares: “Me gusta el vino y la joda, y lo tomo sin soda, porque así pega más”.
La mayoría de los tópicos de sus canciones rondan en torno a traiciones amorosas, amores prohibidos, pasiones entre clases sociales diferentes o voluptuosidades en espacios de marginalidad, muchas veces inspiradas en vivencias personales o de amigos. Así, en “Amor de alquiler” narraba el deslumbramiento que tuvo su percusionista Darío Vilta con una prostituta. En “El cuartetero y Marina” describía el flechazo erótico que una mendocina había producido en el corazón del Potro. “Lo mejor del amor” se inspiraba en una vecina que vivía frente a la casa de Rodrigo en San Martín. Cada día salía un hombre bien vestido y a los pocos minutos entraba otro más joven e informal. Eso disparó su imaginación y sus fantasías.
Quizás a un cuarto de siglo del estallido que significó la presencia de Rodrigo en los escenarios porteños y los mass media nacionales, de los vestuarios estrambóticos, de los striptease que culminaban con su torso desnudo y sudoroso, de los escándalos mediáticos que lo tenían como protagonista o involucraban a su madre Beatriz Olave, del estupor que causó la muerte del “rey del cuarteto”, de los desmayos y de algunos suicidios de fans en los funerales multitudinarios, de aquel amor de música ligera, quedan como legado unas pocas canciones para bailar con alegría y nostalgia en las fiestas familiares, en algunos pubs y discos, y en las cumbias…
Y el santuario a la altura de Berazategui, con velas, flores, latas de cerveza, banderas descoloridas del ídolo y del Club Belgrano de Córdoba, y una estatua con el micrófono eternamente alzado. «
Rodrigo y el Diego, una amistad y millones de anécdotas
La vida y la carrera de Rodrigo estuvieron plagadas de equívocos. Así, se suele asumir que el hit “La mano de Dios” es de su autoría, cuando en realidad fue escrito por el cuñado del cantante: Alejandro Romero.
Sin embargo, llegó al corazón de Maradona, con quien Rodrigo tuvo un encuentro épico en Cuba. Tal como relata el propio Diez en su libro autobiográfico Soy el Diego de la gente: “El que logró encerrar todo mi sentimiento en letra y música fue un tipo popular, un tipo al que voy a seguir llorando mientras viva, porque en el poquito tiempo en que estuvimos juntos me sentí muy cerca de él. Hablo de Rodrigo, por supuesto. Por ahí le dicen ‘cuartetero’ despectivamente y no se dan cuenta de que están hablando de un tipo con un corazón enorme, tan enorme que fue necesario matarlo», decía Diego en su autobiografía.
«Qué sé yo. Por ahí, Rodrigo era demasiado peligroso para algunos -agregaba-. La cosa es que él me dedicó ‘Diego’, el tema más lindo que me hicieron y me harán. Lo escucho y lloro… Lo sé de memoria. ‘En una villa nació / fue deseo de Dios /…’”.