Larga (y nueva vida) a las memorias de Maradona y su proeza inmortal: el Mundial 86

Larga (y nueva vida) a las memorias de Maradona y su proeza inmortal: el Mundial 86


Ya habían pasado seis meses desde la convivencia en Dubai, de aquellas tres semanas en las que los recuerdos de Diego empezaron a tomar forma de libro. Memoria fotográfica para cada uno de los siete partidos y memoria subjetiva para algunos de los personajes de la historia, atravesados aquellos por una mirada quirúrgica, casi de analista, y atravesados estos por los fogosos sentimientos del presente. Esto es: algunas cosas tal como fueron y otras distorsionadas por la desilusión y la rabia, pero sobre todo por el dolor. Si así suele funcionar la memoria para muchos, en general ¿por qué no habría de funcionar del mismo modo para Maradona en particular?

Ya habían pasado seis meses de todo aquello, el libro ya estaba editado tal cual lo había contado su protagonista, y el motivo de la reunión era el mismo que el de sus memorias: celebrar el título del mundo conseguido treinta años antes, en México 86. La cita era en el Cubo de Vicente López, el 7 de julio de 2016 por la noche, y muy pocos desistieron de la convocatoria. Tres o cuatro muchachos que no pudieron llegar, como contabilizó Oscar Ruggeri, uno de los campeones del mundo, pero allí estaban prácticamente todos con sus familias, distribuidos en mesas redondas que ocupaban el salón. Las mesas de los jugadores, cuerpo técnico y asistentes, más cercanas al escenario, ya dispuesto con banquetas para las declaraciones que inevitablemente llegarían. La mesa de Diego, por supuesto, era la más visitada por compañeros que hacía tiempo no lo veían y también por invitados que no querían perderse la oportunidad de una foto. (…)

Como en Dubai, que hubo que esperar bastante para hablar de lo que había que hablar. El jet lag, y los nervios también, cómo no, provocaron un madrugón en el primer día que, en casa de Maradona, puede ser absolutamente inservible. No fue el caso. A las ocho, Diego ya desayunaba en el comedor diario: una pequeña mesita redonda entre la cocina y el comedor, con una puerta-ventana luminosa que da al jardín donde está la pileta. Hacía frío en Dubai, un frío raro. El mate invitaba a la charla y Diego hablaba del reciente incendio en el hotel Ardress, justo frente al famoso Burja Khalifa, donde él había estado esa noche. Al rato se fue a acostar de nuevo. En el comedor, delante de la mesa hay una TV de 52 pulgadas. A ambos lados, banderas argentinas. Encima, dos cuadros: Diego con Fidel Castro y Diego dándole la mano a Chávez, con Fidel Castro de testigo. A un costado, se accede a la otra sala, la del karaoke. Junto a la TV, una pequeña estatuilla de Diego como DT de la selección argentina. Por todos lados hay cuadros de Diego con don Diego y doña Tota. En el hall de entrada, presidido por los príncipes, se destaca una serie de cuadritos con una carta firmada por Fidel Castro, donde le habla de la producción de petróleo en el mundo y la importancia de su visita a la isla. Está fechada en enero de 2015. En la otra sala, dos grandes televisores y un piano terminan de darle forma a un cuadrado con un sillón en forma de ele. Un arbolito de Navidad gigante permanece armado. Un gran cuadro de Diego abrazando a la Tota, regalo personal después de una nota hecha en 2005, preside el lugar. Hay varias fotos de don Diego con su bisnieto, Diego Fernando. También, un pequeño cuadro del Papa Francisco: “Su Santidad Francisco otorga la implorada bendición apostólica a Diego Armando Maradona y familia, e invoca, por intercesión de María Santísima, abundancia de gracias divinas”. Al rato llegó Gabriela, salteña, nueva empleada. Ella y Sulaimán fueron los que informaron que Diego estaba enfermo, “con fiebre y chuchos de frío”. Llamaron al médico. El motivo del viaje debía esperar. Tiempo de releer archivos. El tiempo pareció detenerse, o acelerarse, o relativizarse. Tal como suele suceder en el planeta maradoniano.

Larga (y nueva vida) a las memorias de Maradona y su proeza inmortal: el Mundial 86

Ya habían pasado seis meses de aquel fallido primer día y en Vicente López se servía el primer plato. La música era rumor típico de una cena multitudinaria, donde se mezcla el tintineo de las copas y los cubiertos con las risas y las voces. La de Diego era una más entre tantas. Allá, en Dubai, volvió a ser la suya, perfectamente identificable, recién al tercer día después de una jornada de enfermedad y otra de recuperación, tras una noche de sudor purificador. Volvió a aparecer relativamente temprano en el comedor, dispuesto a desayunar, y pareció un momento oportuno para preguntarle cómo estaba para empezar a recordar México 86.

“Me pegaron en todos lados, pero no en la memoria”, disparó. Una de sus grandes frases. Hablamos del gol a los ingleses y volvió a meter una buena definición: “Yo salto como una rana, es lo que no se esperaba Shilton. Él pensaba que yo lo iba a chocar. Pero salto como una rana, lo que habla de cómo estaba físicamente, y meto el puño con la cabeza detrás, así (hace el gesto, el puño izquierdo y el cuello parecen girar, armónicamente), y tac, no me pueden ver nunca… Ni el juez, ni el línea, ni Shilton, que se queda perdido buscando la pelota. Miro al referí, que sale para la mitad de la cancha; miro al línea, lo mismo. Y me voy corriendo a festejar. Llega el Checho y me dice: ‘Boludo, lo hiciste con la mano’. Yo me reía”.

Explicó que la pelota le cayó ahí, “un globito me cayó”, dijo, por el pase atrás defectuoso de un defensor, Sansom. “Reid me vino a visitar”, contó. “Y Lineker estuvo en mi casa, en Buenos Aires. Me preguntó si no me sentía mal y yo le contesté que era un juego, que si el árbitro no se había dado cuenta, formaba parte del juego”. De pronto, empezó a lanzar frases, como dardos. “El profe Echevarría era un genio. Era el que contenía a Bilardo, además. A mí, se me acercaba a la cama y me decía, hablando bajito: ‘¿Hoy te vas a entrenar? ¿O te duele el tobillo?’. Me duele un poquito, le contestaba yo. Y entonces él me decía: ‘Quedate tranquilo, que saco a pastar a las yeguas primero y después te sumás vos, despacito…’ Sabía todo, todo, el profe. Gran tipo”. Otra: “La concentración del América no se podía creer. Habitaciones chiquitas, de ladrillo, una lamparita en el techo, dos catres… No entrábamos todos y por eso se tuvo que armar la isla, como a cien metros. Ahí estaban Valdano, Trobbiani, Passarella…”. Más: “Sí que lo quisieron voltear a Bilardo. Me llamó O’Reilly a mí, a Italia. Allá era como la una de la mañana. Y me dijo que Bilardo se tenía que ir. ‘Vamos a ser dos, entonces’, le contesté. Si lo sacaban a Bilardo, me iba yo también”.

Entusiasmado, se fue a entrenar al gimnasio del primer piso. “Si no, me cagan a pedos”, se justificó. Sonaba la cumbia en toda la casa, que de pronto cobró vida. En el gimnasio, bailó esa cumbia. Mostró los botines Puma King, una réplica de los mismos que usó durante todo el Mundial. Contó que Puma estaba pensando para ese año la línea “Maradona Legend”.

Después, vio un rato TeleSur y, más tarde, la NBA. “Nunca vi un partido de la NBA”, dijo Diego, aunque al rato, después de un silencio largo, como de reflexión, se corrigió. “Sí, vi uno de los Clippers contra Utah, en Los Angeles”.

Por primera vez en tres días, salió al jardín exterior, frente a la playita. Dio una vuelta y volvió. Ante la pregunta sobre cuándo grabar, repitió: “A la tarde”. Todavía no eran las tres y volvió a subir a su cuarto, a dormir una siesta. Quedaba una larga tarde por delante.

Buen momento para colocar el pendrive con los siete partidos en el televisor de una de las salas, para verlos juntos cuando se diera la oportunidad. En pantalla quedó el Argentina-Inglaterra. Llegado el caso, sería un paso más dado. Mientras, era posible armar una especie de redacción y sala de grabación en ese living, uno de los cuatro. Sobre la mesa ratona gigantesca, frente a la tele, se desplegó la computadora, los grabadores, los apuntes, las preguntas de acuerdo a los capítulos…

Diego bajó un par de horas más tarde. Pasó junto a la sala donde se proyectaba en loop Argentina-Inglaterra, y siguió. Todos, entonces, como en una procesión, fuimos al lugar más usado de la casa, el comedor diario.

Diego empezó, solo, a hablar de la famosa reunión y de Passarella. No era bueno interrumpirlo, pero sí consultarle si se podía encender el grabador.

Fue una charla de una hora y veinticuatro minutos, sin pausas. Abarcó preguntas dispersas, de los capítulos primero, segundo y tercero, según el esquema previsto. Resultó imposible llevar el hilo tal cual estaba planeado, porque él mismo saltaba del revisionismo a propuestas para el futuro.

Y fue muy duro y despectivo con Bilardo. “Para mí, Bilardo murió cuando se quedó en la AFA. Y no va a resucitar más. Yo no lo traicioné cuando el Gobierno me llamó para voltearlo, pero él me traicionó muchos años después”, dijo.

La sensación fue que, si se tratara de una nota, resultaría explosiva. Para el libro, le faltaba rigor histórico. Pero eran sus memorias, su memoria.

Habían pasado seis meses ya de aquella diatriba y de los intentos infructuosos por recordarle sus sentimientos de tres décadas atrás, tan distintos de estos, y ahora Diego lo tenía a Bilardo a escasos metros, mesa de por medio. Antes de los postres, el maestro de ceremonias, el periodista Tití Fernández, empezó a convocar uno a uno a los campeones del mundo, por el orden alfabético que también había servido para numerar sus camisetas, sólo alterado obviamente por el número 10, que quedó para lo último. Todos fueron subiendo, desplegándose parados sobre el escenario, como se plantaban para cantar el himno antes de los partidos. Ante cada uno que subía, retumbaba la ovación y el cantito personal. Una especie de orden festivo similar al que había empezado a darse en Dubai, después del cuarto día de convivencia.

Fue una tarde en la que Diego bajó de su habitual siesta, anunciándose sin quererlo con el “gñac, gñac” de sus ojotas de goma sobre el piso de mármol y, al pasar por la sala que se había convertido ya definitivamente en redacción y estudio de grabación —pecho inflado, brazos abiertos a los costados del cuerpo, mirando de costado, la pera levantada sobre el hombro derecho—, disparó: “¿Viniste a Dubai a mirar televisión o a trabajar? Dale, vamos a grabar…”.

Y a partir de ese momento, se volvió una hermosa rutina, siempre después de la siesta. Los siete partidos corrieron frente a él, por primera vez en su vida desde aquel ’86, iluminándole los ojos y despertándole la memoria, al puntode hacer lo que hacía dentro de la cancha: anticiparse a la jugada, en detalles y en conceptos. Registró cada uno de los 11 foules que le hicieron los coreanos; contó que para los italianos todavía era simpático, “porque no les había ganado”; calificó el encuentro contra Uruguay como su mejor partido en todo el Mundial; confesó que a un equipo sudamericano no le hubiera hecho el gol que le hizo a los ingleses, “porque los ingleses son nobles”; tomó como un trámite el partido contra Bélgica; y se enojó con quienes afirman que contra Alemania no jugó bien. Volvió a enojarse conmigo porque en pleno Mundial le había hecho una nota a un enemigo suyo titulada “Es un placer reportear a Platini”.

Larga (y nueva vida) a las memorias de Maradona y su proeza inmortal: el Mundial 86

También habló mucho, muchísimo y muy bien, de Messi. Ya había pasado el Mundial de Brasil y estaba por llegar el Mundial de Rusia; del que había pasado, dijo que Leo (Lio, para él) no lo necesitaba para ser el mejor del mundo, y del que estaba por venir (que para él podía ser el último de Messi) se permitió aconsejarle que se entrenara solo y exclusivamente para jugarlo, dejando en segundo plano al Barcelona, “como yo hice con el Napoli antes de México 86”.

Pero entre tantos recuerdos luminosos y buenos augurios aparecían, una y otra vez, sin posibilidad alguna de refrenarle sus sentimientos, críticas duras, muy duras hacia Bilardo, hasta decir que aquel equipo era más obra de los propios jugadores que del entrenador.

Habían pasado seis meses y unos cuántos minutos de aquellos días de recuerdos maravillosos y controversiales, todos grabados para construir su libro, cuando Tití Fernández lo llamó al escenario. Ya estaban todos sus compañeros arriba, todavía no había hablado ninguno, y el maestro de ceremonias de dispuso a conversar con ellos.

Pero Diego, siempre Diego, le pidió el micrófono. “Momentito”, dijo, usando una de sus clásicas palabras. “Acá falta alguien fundamental, que hizo posible todo esto. El padre de la criatura…”. Hizo un silencio y posó su mirada, por primera vez, sobre una mesa: “Carlos, por favor, usted tiene que estar sobre el escenario”.

En ese mismo instante, superando también la rabia, el dolor y la desilusión, como tantas veces lo hizo Diego y como volvía a hacerlo esa noche, la sensación fue que el libro recién terminado, ya editado y en venta, empezaba a escribirse de nuevo. Tal vez con las mismas palabras que Diego pronunció esa noche: “Más allá de lo que haya pasado en el último tiempo, Carlos, usted sufrió al lado nuestro”, le dijo a Bilardo en el abrazo conmovedor. Y después explicó: “Es cierto que muchas veces lo critiqué, pero lo de hoy me nació. Hay que darle mérito, porque si hay un festejo, no podía faltar él. Se lo dije al Tata Brown cuando me llamó y me puso reparos por mi presencia. No quiero ser, en absoluto, un obstáculo para celebrar una alegría de un grupo de muchachos que se unen después de treinta años. Seguramente tenemos que hablar porque es de hombres hablar. Y a Carlos lo considero todo un hombre”.

Ha pasado casi una década. Hubo tiempo y ese tiempo se aprovechó para conversar con Diego sobre sus reflexiones para este libro. Para agregarle cosas, para corregirlas. Sus diferencias con Bilardo quedaron saldadas y así pudo expresarlas.

Lo que no pudo, y es una de las cosas que más hubiera querido, fue celebrar en el recuerdo de su estrella, la segunda de la historia, la aparición de la tercera, en Qatar 2022. El ausente más presente, según la maravillosa definición de Jorge Valdano, se quedó con las ganas de entrar al estadio Lusail para entregarle la Copa del Mundo a Lionel Messi, en una imagen que seguramente hubiera resumido la historia eterna del fútbol mundial. (…)



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