Sandro, el hombre detrás del mito

Sandro, el hombre detrás del mito


A fines de 2009, unas gitanas bailaban exultantes o derramaban lágrimas al ritmo de los contenidos de cada parte médico. El Instituto Italiano, en las afueras de la ciudad de Mendoza, era un altar que se elevaba bajo el infernal sol cuyano como un elefante blanco. Sandro ya había sido trasplantado y peleaba por su vida; los periodistas fumaban afuera, interceptaban médicos, pensaban en Fin de Año. Yo estaba con Gisele Sousa Dias, para Clarín. Notable periodista que de alguna manera sacudía mi modorra existencial. Gisele tenía calle; lo mío era más de escritorio. La doble cobertura –“Información general” y “Espectáculos”- intentaba buscar lo imposible: traspasar el velo de la pendulante y gélida información oficial. Fueron mis últimos pininos en el Gran Diario Argentino. No quería estar ahí: ni en Mendoza, ni en Clarín. Tenía un cansancio de arrastre. Llevaba veinte años años en el diario.

Haber escrito un libro sobre Sandro me había condenado a una cobertura que me remitía a las guardias de mis inicios en el periodismo. Quería estar en cualquier lado menos en Mendoza. Pero Ricardo Kirschbaum se había obcecado de que mi presencia en “el lugar de los hechos” era clave. Mi rol en la sección Espectáculos era la de Jefe de Música, y me había aburguesado. Funcionaba casi como un burócrata. Estaba en crisis con esa jaula de oro que era, todavía, Clarín (ya no, hace mucho tiempo que no; aquel año fue el inicio de una tremenda pauperización salarial y periodística). Por otra parte, la cobertura de la agonía de Sandro me ponía triste. Eso lo pude ver después: me dolía su final. Había interactuado con Sandro durante toda la década del 90. Cuando se le declaró el enfisema tuvimos largas charlas, digamos, metafísicas. En la última tuvo una frase categórica: “Para vivir así, paso. Prefiero morir. Tengo una capacidad pulmonar mínima. Me anoté en la lista de INCUCAI. Sé que soy grande, pero me la juego”.

Sandro, el hombre detrás del mito

Lo había conocido una madrugada transfigurada en el conurbano profundo. Esto está en el libro. Fue en el invierno de 1993, en el camarín del Cine Mayo de San Miguel. Eran las cuatro de la mañana: Sandro no paraba de tomar gin en un cáliz color cobre y no paraba de llenar mi copa de champagne francés. “Bienvenido al Madison Square Garden”, me había dicho cuatro horas antes, cuando ingresé a ese camarín de tres por tres, sillas raídas, espejos viejos y un florero con rosas. También me dijo: “Cuando tengo jean me comporto como si tuviera un smoking; cuando me pongo un smoking, me comporto como si tuviera un jean”. Sus frases me sonaban fabulosas, siempre. Yo había ido hasta San Miguel a cubrir uno de los conciertos suburbanos con los que solía preparar su desembarco en la calle Corrientes. Sandro probaba el show «30 años de magia», que en semanas estrenaría en el Gran Rex. Verlo cantar ahí, un día de semana, fue una experiencia memorable: las fans ardían y él se movía como un viejo hechicero. Me acuerdo: era un miércoles o un jueves, la Selección Argentina dirigida por Alfio Basile estaba a punto de coronarse campeón de América y en San Miguel caía una escarcha pesada. El teatro estallaba: habían agregado sillas en los pasillos. Vi a esas mujeres maduras, rejuvenecidas durante el extraño ritual con tanta parodia como erotismo en estado de pureza. Vi corpiños al aire. Vi a un titiritero excepcional. Vi uno de los mejores shows de mi vida.

Amor inquebrantable

Lo que yo sentía por Sandro lo sentían casi todos. Aunque las mujeres de un modo diferente. Era un amor inquebrantable. Por eso la algarabía y la depresión ante cada parte médico, ahí, en los alrededores del Hospital italiano. Los años pasaron terribles, malvados, y fueron fortaleciendo la sensación de aquella noche inverosímil. Lo entrevisté y lo escuché en vivo muchas otras veces. Traté de revelar el lado oculto, indagué su éxito, me compré discos maravillosos y pésimos, vi sus películas y leí abundantes artículos que en aquellos destemplados años menemistas intentaban explicar el fenómeno. Di vueltas por Valentín Alsina, me visitaron fans al diario y en la última época me consterné ante su salud endeble, su declive progresivo. Tomé distancia como pude y consideré que Sandro, el relato de Sandro, debía ser hecho en vida.

Sandro, el hombre detrás del mito

Ninguna biografía abarca una existencia. Los datos pueden ser más o menos certeros, más o menos rigurosos. Pero una vida es otra cosa. Deshilachados en ese invento de superhéroe que él mismo patentó –Roberto Sánchez, el hombre; Sandro, la máscara-, ahí a mano, en youtube, se pueden vislumbrar las decenas de rostros que lo cubren: el recitador expresivo, el performer extraordinario, el opinólogo impulsivo, el Adonis sexual, el vendedor de fantasías, el rockero, el baladista, el decidor crepuscular…No fue fácil encarar su historia. ¿Hay forma de abarcar y definir a un hombre? ¿Existe la manera? Toda biografía es un recorte y todo recorte supone arbitrariedad. En el caso de Sandro la tarea fue aún más compleja. Porque debajo del océano de datos que tapizan su trayectoria se oculta un personaje aliado del misterio, que desde muy temprano se agazapó en la dicotomía Roberto Sánchez-Sandro. Un Bruno Díaz-Batman, pero narrado por Radiolandia 2000. El rasgo, expuesto en entrevistas como la más ortodoxa de las esquizofrenias, fue funcional al misterio. ¿Hasta dónde llega el artista, quién es Sandro, quién Sánchez, cuál es el límite?, me preguntaba.

Ahí estoy, apoyado en una pared del Italiano. Tomo notas, escribo. “El 19 de diciembre siguió el encuentro entre Estudiantes y Barcelona, correspondiente a la final de la Copa del Mundo de Clubes, que el equipo de La Plata perdió 2 a 1. Estaba de buen humor, consciente y hasta dibujaba caricaturas con las que se reía de sí mismo y de sus médicos”. Pero la suerte estaba echada. El 22 tuvo que ser intervenido nuevamente en la tráquea por la bacteria que lo aquejaba, en una operación que duró alrededor de cuatro horas. No se trataba de una bacteria cualquiera sino de la Acinetobacter baumannii, un germen de aparente origen iraquí del que se habían contagiado los soldados norteamericanos al volver de la guerra y que de a poco se había expandido por el mundo. Su mayor característica era la resistencia al accionar de los antibióticos. El cardiólogo Bortman la llamó, coloquialmente, “un bicho difícil”. Las esperanzas se tornaban cada vez más lejanas. La visita de un sacerdote, amigo del músico, despertó los rumores obvios. El 24 pasó la Nochebuena juntó a su esposa Olga.

Sandro, el hombre detrás del mito

Parte médico positivo

En la semana previa al fin de año siguió estable, asistido por el respirador, sin fiebre y manteniendo su estética: cada día pedía ser bañado, perfumado y peinado. Este dato en apariencia frívolo los médicos lo interpretaban como un signo de buen ánimo, algo fundamental. El mismo 31 de diciembre Olga Garaventa fue internada en una sala contigua a la de su marido por un cuadro mínimo, agravado por el estrés. Fue dada de alta a los dos días y así pudo acompañar las últimas horas de Sandro.

La noche del 4 de enero del 2010, el cardiocirujano Claudio Burgos salió del Hospital Italiano y se dirigió, junto a Sergio Perrone, médico personal de Sandro, a un enjambre de periodistas. Los rostros apesadumbrados de los profesionales dieron las noticias antes de que fuera verbalizada. “A las 20.40, hora local, el señor Roberto Sánchez dejó de existir debido a un cuadro de shock séptico que se complicó con una necrosis intestino mesentérica y una coagulopatía por consumo”.

Una andanada de lamentos y llantos acompañó cada una de las palabras de Burgos. La escena era desgarradora. Algunas mujeres se desmayaron. Otras simplemente se sentaron en el cordón de la vereda y negaban con la cabeza.Yo también negaba con la cabeza, pero se me mezclaban los motivos. Escribí, ya en Buenos Aires, la despedida. Había decidido internamente que no tenía nada que hacer en Clarín, que quería dar un volantazo en mi vida. Podría haber cantado aquello de “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”. Estaba a punto de nacer mi segundo hijo, me sentía joven y viejo a la vez. Laboralmente no tenía nada afuera, apenas algunos contactos. Fui a la oficina de personal y en diez minutos arreglé mi desvinculación. Sabía que iba a extrañar a compañeros, pero me movilizaban cuestiones, digamos, pueriles, para mí esenciales: ver enterito el Mundial de Sudáfrica que mágicamente había reunido a Maradona y Messi, hacer más deportes y dejar de fumar.

La muerte de Sandro fue el comienzo de una nueva etapa. Un intento de ser, finalmente, acaso, un hombre discretamente feliz. En eso todavía ando.

-Mariano del Mazo escribió el libro «Sandro. El fuego eterno». Esta nota fue publicada originalmente en La Agenda de Buenos Aires.



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