Desde el miércoles por la noche, después de la eliminación con Flamengo, los hinchas de Racing, a través de esa autopista sin velocidades máximas que son las redes sociales, le aclaran a Gustavo Costas que él no defraudó a nadie. Es una respuesta colectiva a lo que lo que había dicho Costas después del empate que truncó el pasaje a la final de la Copa Libertadores, un anhelo del club intensificado durante los últimos años debido a su estabilidad competitiva, a sus logros continentales en Copa Sudamericana y la Recopa, y que esta vez pareció estar demasiado cerca.
Haber llegado hasta ahí fue un gran mérito de su entrenador, de Costas, mascota del Equipo de José que ganó la Copa Libertadores en 1967, capitán en el ascenso de 1985, campeón de la Supercopa en 1988 y símbolo del club en sus años de quiebra y de resistencia. Pocos conocen a Racing como Costas básicamente porque fue un hincha en el campo de juego. Sabe lo pasa en la cancha y lo que pasa en la tribuna. Costas creyó esa noche sinceramente que había defraudado a su gente, como la llamó, y también sabía qué sentía esa gente, la frustración con la que a esa hora se volvía a su casa.
Costas convenció a estos jugadores de que podían ganar la Copa Libertadores incluso frente a equipos más poderosos. Flamengo lo era: un plantel de jerarquía máxima. El fútbol igualó esas diferencias económicas y, aún así, a Racing no le alcanzó. ¿Qué duele más? ¿Irte por mucho, por un amplio margen, muy superado por el rival? ¿O irte habiéndolo tenido tan cerca? No hay consuelo para estas derrotas y es probable que la cercanía con la posibilidad de triunfo reproduzca la angustia posterior, pero siempre será mejor morir de pie.
Racing llegó hasta las semifinales con un técnico a veces desbordado, desmesurado, que va de acá para allá como una fiera desesperada en la jaula de los entrenadores, y que más allá de lo futbolístico transmitió sentido de pertenencia, un valor extra para salir a la cancha. No siempre alcanza, es cierto, porque se necesita fútbol. Racing extrañó el pase a veces invisible de Juanfer Quintero, su clarificación del juego en las zonas más densas de la cancha, mucho más que el empuje de Maximiliano Salas. Quedó en pie, como ocurre en las derrotas, el debate sobre el diseño del plantel, sobre los refuerzos, que es el mismo que tienen otros equipos argentinos que ni siquiera llegaron a esa instancia. Cuando perdés, siempre te quedás corto.

Las diferencias entre Flamengo y Racing eran notorias. No es casual tampoco que la final de Copa Libertadores sea entre dos brasileños. El otro es Palmeiras, que levantó un 0-3 con Liga de Quito en la altura con un 4-0 en San Pablo. El encargado de defender el honor argentino en la región es Lanús, que va a jugar con Atlético Mineiro la final de la Copa Sudamericana. Es la misma foto del año pasado: dos brasileños en final de Libertadores, un argentino y un brasileño en la Sudamericana.
Costas, como entrenador, achicó las desigualdades exprimiendo el costado emocional, el que conecta tanto con los jugadores como con los hinchas. Hizo creer, transmitió su propia fe. Mezcla de técnico y de predicador, movilizó a una multitud ilusionada que prendió fuego el Cilindro y encendió a la máxima potencia a sus jugadores. Con ese fervor no alcanza, sin ese fervor quizá la historia hubiera terminado antes.
¿De qué habrá servido toda esa ansiedad previa, esos nervios, el nudo en el estómago, cuando lo que viene después es la desilusión? La propia, la de los tuyos, tus hijos, tus amigos, la de tu familia. Ser hincha es como perseguir una utopía. Porque en el fútbol siempre se pierde más de lo que se gana.
Ahora ya estás pensando en el próximo partido, en reciclarse, que te queda el campeonato y tampoco un poco en lo que fue este recorrido. Mirás atrás, todavía entre el dolor que no se va, y sentís que también fue hermoso este camino por el que llevó este equipo a su gente. Ahora es Costas, como técnico y como hincha, el que puede saber por dónde ir. Cómo volver a creer.
