En la 82ª edición del Festival de Venecia se presentó The Souffleur, la nueva película del argentino Gastón Solnicki. En apenas 78 minutos, el director construye una comedia negra desconcertante y elegante, con un protagonista inesperado: Willem Dafoe. El actor estadounidense, célebre por habitar personajes al borde del abismo, se pone esta vez al servicio de un relato nacido de una ocurrencia muy porteña: un soufflé malogrado en Buenos Aires. Ese plato convertido en metáfora es el punto de partida de una historia delirante sobre el paso del tiempo, la demolición de un mundo y la resistencia íntima frente a lo inevitable.
La acción transcurre en el legendario Hotel InterContinental de Viena, donde Lucius Glantz -personaje interpretado por Dafoe- ha sido gerente durante tres décadas. Una mañana se entera de que el edificio será demolido por un desarrollador argentino y su vida se desmorona con la misma lentitud absurda con la que los soufflés se niegan a subir en la cocina del hotel. A partir de esa premisa, Solnicki despliega un humor seco, con episodios que bordean lo surreal: relojes que se adelantan sin motivo, cañerías que colapsan, pasillos que parecen tragarse a los huéspedes y un protagonista que se obstina en defender un orden condenado a desaparecer.
La plasticidad de Dafoe
El tono de la película oscila entre la melancolía y el disparate. Lejos del gag fácil, Solnicki trabaja con la incomodidad y con una puesta plástica que explota la arquitectura del InterContinental, filmado poco antes de su cierre definitivo. Dafoe se mueve en ese espacio como un fantasma testarudo: su rostro curtido, capaz de la más sutil ternura o de la mueca demoníaca, sostiene el relato casi en solitario. Su plasticidad es central: puede ser ominoso en un plano y patético en el siguiente, siempre con un grado de entrega que potencia la idea del director. No hay un arco dramático convencional, sino una sucesión de viñetas donde el actor deja ver su capacidad para transformarse en materia cinematográfica pura.
La elección de Dafoe no es casual. Solnicki buscaba una figura de prestigio internacional capaz de encarnar a un hombre derrotado por la modernidad pero aún dispuesto a resistir. Lo encontró en este actor de trayectoria mítica, que aceptó rodar en inglés, rodeado de un equipo mayoritariamente argentino y austríaco. Entre sus compañeros de elenco aparece también Stéphanie Argerich, hija de la pianista Martha Argerich y del director de orquesta Charles Dutoit. Stéphanie, cineasta en su propia carrera -es directora del documental Bloody Daughter-, aporta una presencia curiosa que conecta la película con otra tradición artística vinculada a la música y al linaje cultural argentino.
El origen argentino de la idea es clave. Solnicki contó que todo empezó con un soufflé forzado en una cena porteña, que se transformó en metáfora de aquello que solo puede hacerse con cuidado y por amor. Trasladado al mundo del cine, ese “soufflé imposible” se convierte en la fábula de un hombre que se derrumba con la misma fragilidad que un plato mal preparado. El guiño nacional se refuerza en el cierre, una secuencia inesperada que ya circula como anécdota de festival: tras los créditos, Dafoe aparece bailando cumbia junto al propio director, al ritmo de “La pileta de vino” de Damas Gratis. El contraste entre la solemnidad veneciana y el pulso villero argentino resulta tan insólito como efectivo: una manera de inscribir la película en una tradición cultural que excede los moldes del cine de arte.
The Souffleur no es una obra pensada para narrar de manera lineal ni para resolver un conflicto clásico. Su apuesta está en el tono: en la rareza de las situaciones, en la plasticidad del intérprete, en el choque entre una Viena monumental y un gesto popular como la cumbia. Allí se afirma la identidad de Solnicki como director argentino: un cineasta capaz de cruzar lo alto y lo bajo, lo europeo y lo local, lo solemne y lo grotesco. Que Willem Dafoe haya aceptado jugar ese juego dice mucho sobre la vigencia del actor y sobre la potencia de un cine argentino dispuesto a arriesgar.
Con esta película, Solnicki no solo confirma su lugar en la escena internacional, sino que instala un gesto memorable: el de un artista que lleva una idea nacida en Buenos Aires hasta el festival más prestigioso del mundo, y logra que un ícono del cine mundial cierre la función bailando cumbia. Una escena que, más que un chiste, es una declaración de principios: el cine argentino puede dialogar con cualquiera, en cualquier idioma y en cualquier escenario.
