dulce y medicina que nace del monte

dulce y medicina que nace del monte


El líquido viscoso chorrea tibio sobre la masa cocinada a leña, pinta de negro rojizo la textura de la harina, desliza suave su espesura. Está hecho de chañar y de fuego. El arrope es un dulce, un jarabe, un postre que las familias campesinas del noroeste del país saben hacer desde hace generaciones. El chañar es un árbol del monte nativo. Y el conocimiento que lo convierte en alimento, con propiedades medicinales, proviene de la tradición indígena-campesina que aún hoy se enciende cuando se acerca una olla al fogón.

“El Chañaral. Producto santiagueño. Arrope de chañar. El Simbolar. Departamento Banda, Elaborado por Walter Ponce”, dice una etiqueta. “Unión de Trabajadores de la Tierra. Arrope de chañar. Tasigasta. Departamento Atamisqui. Jessica Orellana”, dice otra. Los frascos llevan el nombre de quien produce. Al contrario de la oferta del mercado de ultraprocesados, detrás de cada alimento hay una historia.

Durante generaciones, el arrope de chañar se coció para el autoconsumo. Pero hoy se comercializa como producto regional. Se come como un dulce o mermelada, sobre pan, tostadas o a cucharadas. En el sudoeste árido o en la zona de regadío de Santiago del Estero, quienes producen este alimento lo hacen enfrentado la escasez de agua, los desmontes, los monocultivos y la desarticulación de las políticas para la agricultura familiar. Además de mejorar la comercialización, la organización en colectivos de productores implicó la reivindicación de la identidad recolectora ancestral y el rol de las mujeres como productoras campesinas.

Arrope de chañar, leña y fuego

Atamisqui es uno de los 27 departamentos de la provincia de Santiago del Estero y se ubica al sudoeste del territorio. Debe su nombre a una planta nativa, el atamisqui, cuyas hojas tienen propiedades medicinales, útiles para dolencias del estómago. Jessica Orellana tiene 37 años y vive en Tasigasta, un paraje rural ubicado a ocho kilómetros al este. En su casa no hay luz eléctrica. Un cardón verde brillante marca la entrada. En el patio de tierra las gallinas disputan el territorio a fuerza de cacareo y un par de cabras se acercan mansas a la ronda de sillas, dispuestas alrededor de una mesa, a la sombra de la galería. Algunos chanchitos buscan el fresco, echados en un pequeño pozo.

Cerca de allí, a un par de kilómetros, hay una vertiente del río Dulce. Pero si no fuera porque pagan al municipio el servicio de un camión distribuidor, no tendrían agua. A cada familia de la zona le está permitido comprar solo 4.000 litros por vez. Con eso, en la casa de Jessica, alcanza para 25 días. De esa agua bebe la familia (sus padres, su hermano, su pareja y sus dos hijas), las gallinas y los chanchos. Con esa agua cocinan, lavan, se bañan. Y con esa agua también hacen el arrope de chañar, el del frasco de la etiqueta. 

Jessica sabe hacer de todo: arropes de chañar y de tuna, mermeladas, esquilar ovejas, hilar, tejer con telar, teñir la lana con la resina de los árboles. Su escuela de arropes fue su abuela, a quien de niña observaba bien de cerca mientras amasaba el mosto en una olla. Muchos años después, dice que, aunque saque los frutos del mismo árbol y haga siempre el mismo procedimiento, nunca un arrope le sale igual al otro. Algunas veces es más líquido, otras más espeso. 

El chañar crece en zonas semiáridas y subhúmedas. Su madera se utiliza para postes de alambrados. Un estudio realizado por Adrián Reynoso, Nancy Vera, María Eugenia confirmó lo que las familias campesinas ya sabían: que el fruto del chañar tiene propiedades expectorantes, antitusivas, antiinflamatorias y analgésicas. La corteza es muy usada contra catarros y tos. Se toma —receta de los abuelos santiagueños— como té con azúcar o miel. En septiembre abre su abanico de flores amarillas y en el verano da frutos: redondos, pequeños, macizos, rojizos. Esa es la temporada donde se produce el arrope. “En el pleno calor”, dicen los productores.

Para hacer este alimento primero hay que recolectar la fruta del chañar. La progresiva aridez, cada vez más pronunciada en la zona, plantea una primera dificultad. “Antes se juntaba mucho, pero en los últimos 20 años no hay buena producción porque las plantas son muy débiles, están viejas, florecen y no prende el fruto. No hay humedad. Una planta que antes daba 20 frutitos, hoy da cinco. Yo empecé a juntar en la calle, en Santiago capital, donde hay humedad. Se lo pido a la gente que tiene el árbol de chañar en su casa, porque lo tiran”, relata Jessica. 

Luego de juntar los frutos del chañar, hay que secarlos. “Hay que hacerlo cuidadosamente porque aquí en el campo tenemos animales y a los animales les gusta”, advierte con picardía Jessica. Las familias de la zona acostumbran a secarlos extendiéndolos sobre las camas o arriba del techo de las casas. Lo importante es que no se mezclen, porque se humedecen. Dos días de sol son suficientes. 

Cuando está seco, se lo cura con cenizas para espantar posibles bichos. Después se lo lava y empieza la tarea más ardua: la del fuego.  

Jessica calcula que son entre 18 y 20 horas de cocción a leña. Con el hervor, 50 litros de jugo se reducen a seis o siete de arrope. Durante el proceso, y por el calor, el fruto pierde sus propiedades antiinflamatorias. Pero conserva sus cualidades antitusivas, analgésicas y expectorantes.

Durante la pandemia, el arrope de chañar fue un producto muy buscado en la zona por esos beneficios.

Amas de casa y productoras

chañar

En el patio de su casa, Marta Herrera cuenta sobre el arrope de otras plantas nativas, como el quiscaloro, la tuna y el ucle. “El de quiscaloro tiene gusto como a tierrita y el color de la miel. Y el que conoce el gusto de la tuna y del chañar se da cuenta de que el arrope de ucle no tiene gusto”, enseña. Al igual que en el caso de Jessica, de Gabriela o de Jorge, para las y los jóvenes del campo santiagueño, hablar de los frutos del monte es hablar de madres, de abuelas y abuelos.

“Aprendí a hacer el arrope de mi mami. De ella hemos aprendido el hilado, el tejido… Lo que me pidas lo hago, no importa si hace calor o hace frío. Así he criado a mis cinco hijos”, dice Marta. Arropes, dulces, hierbas medicinales: los frasquitos y las bolsitas también tienen etiquetas con su nombre y se venden en el Almacén de la UTT en Atamisqui. Aunque lo que mejor le sale, dicen, es el amca-anchi, harina de maíz molido que se come con leche o con agua. La palabra es quichua, la variante santiagueña del quechua.

El relato de su madre, Ignacia Tolosa, es similar al de su hija y al de Albertina, la mamá de Jorge: “Vendiendo en el pueblo he criado a mis hijas”. En su caso, ofrecía plantas medicinales: ruda, poleo salteño, poleo común. “El poleo salteño es muy bueno para el estómago”, explica. 

Doña Ignacia también se aflige por la falta de agua: “Tenía muchas plantas, pero con la sequía se han secado”. Lamenta que especies como el árbol blanco, el quebracho colorado o el mistol ya no se vean como antes. En ese contexto, las mujeres campesinas recolectan, cuidan a sus hijos y hacen las tareas del hogar.

“La vida en el campo es jodida”, dice Marta. Por eso, aconseja, hay que tener animales. Y también saber trabajar con lo que ofrece el monte. Pero por muchos años, pese a que las mujeres hacían dulces y arropes, esquilaban, hilaban y tejían, pese a que recolectaban plantas y hacían preparados curativos, se definían simplemente como “amas de casa”.

Hoy, a partir de la participación en cooperativas o en espacios como la UTT, recuperan su identidad de productoras. Y también rompen estereotipos de género. Por ejemplo, que hacer arropes es una tarea sólo de mujeres.

Del almacén a la mesa

Frente a la plaza de la iglesia, en Villa Atamisqui, un grupo de mujeres atiende el Almacén de la UTT. El frente está pintado de un verde brillante y las ventanas no tienen rejas. Dos cardones secos y barnizados dan la bienvenida en la puerta. Adentro esperan las verduras, los arropes de chañar, los dulces y los yuyos envasados. Ellas comparten el mate y la charla mientras llegan vecinos y vecinas que buscan limones, papas o cebollas. Todo eso se trae desde la capital. En los estantes, los frascos con sus etiquetas: los nombres y las historias. Quien compra sabe quién fabricó el alimento que va a comer.

Al empezar a participar en la UTT, Jessica descubrió que todo lo que sabe hacer se puede vender. “Hay gente de afuera que me llama, me pide los productos y me sorprende. Antes no me convenía hacer arropes, porque era una pérdida de tiempo. No se vendía porque era un producto que se conocía solamente aquí, en el campo. Pero al tener el almacén, me sirve”, explica. 

Gabriela Pajón, presidenta de la cooperativa Productores y Productoras Unidos de la Tierra en Atamisqui, completa: «Antes, muchos cosechaban pero tenían que tirarlo o darle a los animales porque no lo podían vender. Era indignante porque el trabajo lleva mucho sacrificio. Pero hoy la gente se anima a hacer artesanías, a tejer, a sembrar lo que puede y sabe que tiene un lugar seguro para vender«. La cooperativa es parte de la UTT y nuclea a 60 familias.

El camino no fue fácil. “Hubo que aprender a trabajar de forma conjunta o comunitaria, porque hemos estado acostumbrados al individualismo», comenta Gabriela. A eso se le suma el reciente desmantelamiento de las políticas para la agricultura familiar: «Para vender necesitamos habilitaciones o inscripciones en Bromatología o en el Registro Nacional de Agricultura Familiar o certificados de manipulación de alimentos. Hasta el momento, el único que nos acompañaba era el Instituto Nacional de Agricultura Familiar. Hoy no tenemos una institución que nos brinde lo que estamos necesitando».

Sin embargo, la organización cooperativa fue un salto en la vinculación entre producción, memoria colectiva y defensa del monte nativo: «Nos permitió concientizar sobre el monte rico que tenemos, que antes no sabíamos valorar».

* Agencia Tierra Viva



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