César González todavía se acuerda del día en que pudo ver a Racing gracias a Diego Capusotto. Fue el domingo 23 de septiembre de 2001. Esta semana se cumplieron veinticuatro años de esa tarde en la que Racing le ganó 1-0 a Huracán, gol de Gustavo Barros Schelotto por la septima fecha del torneo Apertura. Racing terminó puntero. César fue con amigos del barrio a la cancha. Sin plata, como siempre, porque no había. Aunque ese día tenían veinte patacones, que circulaba como una moneda en la provincia de Buenos Aires para sobrevivir a la crisis pero que casi nadie te aceptaba en la Capital. César y sus amigos intentaron pagar con eso en la boletería pero no pudieron. Tampoco pudieron cambiárselo a otros hinchas. Hasta que apareció Capusotto. Todos eran fanáticos de Todo x 2, el programa humorístico de la época.
–Diego, por favor, necesitamos pesos, queremos ver a Racing- le pidió uno.
-¿No será trucho esto?- preguntó Capusotto posiblemente en broma.
–¿Cómo va a ser trucho? No existen los patacones truchos, ya es trucho el patacón.

Capusotto se los cambió, los tres entraron a la popular agradecidos por siempre con el actor racinguista. Son historias de un país en crisis, de la Argentina del que se vayan todos en la que Racing salió campeón después de 35 años. Ese 27 de diciembre de 2001, César lo vivió en el Cilindro. “Recuerdo la alegría de ver a mi mamá llorar de la felicidad. Todos lloramos de felicidad. Vimos el partido desde el campo de juego, y me pasé arrodillado rezando los últimos cinco minutos”, cuenta César. Uno de sus amigos, en medio de los festejos, arrancó pasto para llevarse de recuerdo. Al tiempo, el pasto se secó. Le decían que ahí ya no había más nada. Pero su amigo insistía ante el yuyo seco: “Sigue siendo del Cilindro”.
César es poeta, cineasta, escritor, etcétera, como él mismo dice. Un artista y, sobre todo, un hincha de Racing. Su historia está contada con crudeza y una gran potencia narrativa en sus dos novelas autobiográficas, El niño resentido y la última, la que acaba de publicar, Rengo Yeta. César creció en la villa Carlos Gardel, en El Palomar, oeste bonaerense, donde fue pibe chorro hasta ganarse el respeto de sus pares en el delito. Ya tenía una gran reputación y varios disparos en el cuerpo cuando, a los dieciseis años, lo detuvieron acusado por haber participado de un secuestro express.
Primero pasó por institutos de menores, donde se encontró con la poesía gracias a Patricio Montesano, un mago que daba talleres de su actividad. Con la mayoría de edad, lo trasladaron al penal de Marcos Paz. Pero ya escribía con habitualidad, ya había hecho revistas, había leído a grandes filófosos y se había interesado por la obra de diversos cineastas. Firmaba sus poemas como Camilo Blajaquis. Camilo por Cienfuegos, uno de los líderes de la Revolución Cubana, y Blajaquis por el militante peronista asesinado en la pizzería La Real, una historia que leyó en ¿Quién mató a Rosendo?, el libro de Rodolfo Walsh.
“Yo en cana seguí cada partido de Racing como podía en la radio o preguntándole a los guardiacárceles cómo había salido cuando no teníamos ningún medio para conocer los resultados”, cuenta César, que andaba siempre, como ahora, vestido con ropa de Racing. “Pero sin ser tribunero -aclara- porque en esa época en los códigos tumberos el barrabrava estaba por debajo del delincuente en la escala de jerarquías”. Lo mismo pasaba en el barrio, antes de caer preso, y por eso quizá César nunca fue barra, algo que no tenía prestigio.

En la cárcel, privado de su libertad, le escribió un poema a Racing. Porque pensaba en Racing. Lo publicó en su primer libro, La venganza del cordero atado, con su seudónimo Camilo Blajaquis. Se llama Racing Club de Avellaneda. Dice: “Un consuelo diferente de rayos blancos y celestes / enfermedad que me obligo a cargar / adición que no pretendo superar”.
César es de Racing por su padre y por su madre. “Fue de lo poco bueno que heredé de mi padre -dice-. El me llevaba de chiquito a la cancha, el mejor recuerdo que tengo es cuando (Diego) Maradona era técnico de Racing y me llevó a la cancha de Ferro. Yo lo único que hice todo ese partido fue mirar a Diego desde los hombros de mi papá”. Fue el 26 de febrero de 1995, faltaban dos días para que César cumpliera seis años. Ese padre, violento y borracho, se va a ir. Y entonces la que entra con fuerza en esta historia es Nazarena, que lo tuvo soltera a los dieciseis años. “Mi mamá también es fanática de Racing -cuenta- y vive cada partido con mucha intensidad, siento que la que nos infundió la locura fue ella. Me llevaba cuando estaba en la panza a la popular”.
Por eso recuerda sus lágrimas el día del campeonato en 2001. Y también recuerda la rutina para ir a la cancha de Racing. Se tomaban un colectivo desde el barrio hasta la estación de Ramos Mejía, donde pegaban el tren Sarmiento hasta Once y ahí se subían al 98 que iba a Avellaneda, al conurbano sur. Hasta que su mamá, también adicta y delincuente, cayó presa. La abuela Genoveva se convirtió en la gran figura de la vida de César y sus hermanos, la que sale a trabajar para traer la comida, la que se preocupa para que va a la escuela, la que amaba las películas.

Foto: Claudio Fanchi / NA
César cuenta estas historias en la librería Sudestada, donde gracias a Martín Latorraca, periodista, editor y docente, también hincha de Racing, presentamos hace unos días la reedición de Academia, carajo. Racing campeón en el país del que se vayan todos, mi libro sobre aquel 2001. En El niño resentido, César relata su vida en un barrio sacudido por la pobreza y la desigualdad pero que en la Nochebuena de ese año pudo tener, al menos, su banquete después de los saqueos. Hasta con mesas al aire libre. Racing también fue un banquete en el desastre. “Para mí -recuerda- fue algo muy especial, por cómo lo vivió todo mi familia. Siendo muy pobres y viviendo en la villa. El estallido social sucedió en una realidad paralela. La realidad fue la de Racing, la paralela fue la del país”.
Fue a cinco partidos de ese campeonato, los recuerda de memoria y con sus características: “Newell’s, Gimnasia, Huracán en cancha de Huracán, con Lanús, que fue la última fecha, y con San Lorenzo la noche que llovió. A Lanús -recuerda- entramos de colados porque íbamos sin un peso literal. Me mandaban a mí que como era negrito y chiquito iba a dar más lástima”. Hace unos días, durante una noche de insomnio, se puso a ver en YouTube un documental sobre ese campeonato administrado por el Paso a Paso de Mostaza Merlo. Y algo de todo ese tiempo se le remueve. “Menos mal -dice- que existió Racing”. Ese triunfo, sostiene, fue una alegría plebeya.
Ya pasaron unos días desde el partido contra Vélez en Avellaneda, el que le dio a Racing el pase a las semifinales de Copa Libertadores. Flamengo es el próximo rival, pero todavía falta para pensar en eso. César fue al Cilindro con Aymara, su hija, y con Silvio, uno de sus mejores amigos del barrio. Porque ahora César va a la cancha con su hija, es él el que hereda a a ella. “Llegó recientemente a esta locura -dice César- hasta el año pasado era reacia al fútbol en general, hasta que este año fue por primera vez a la cancha y como le pasa a todo el mundo cuando va es amor a primera vista”.

Entre su madre y su hija es como si Racing lo abrazara a César. Y César abrazara a Racing. Pero también está su abuelo paterno, Don Segundo. Es el primero que se le viene a la cabeza cuando aparece la palabra Racing: “Lo recuerdo a él llorando cuando perdimos el campeonato del 95 en la última fecha con Colón. Por 5 a 1. Diciendo ‘no se nos da más’. Siempre escuchaba los partidos en la radio con él”. Racing es esa familia, es La Naza, su madre, con la que pudo tener otros festejos. Y otra vida. Son sus ocho hermanos y hermanas.
Cuando se veía en esa escena del Cilindro, la tarde en la que Racing salió campeón después de 35 años, pensaba que no estaba bien, un intelectual no podía ser irracional con el fútbol. Hasta que un día leyó un texto del italiano Pier Paolo Pasolini, un cineasta que admira. Pasolini, intelectual de izquierda, era fanático de los deportes. Del fútbol, del boxeo y del ciclismo, pero también del atletismo. Escribió mucho sobre esas materias. Hay un libro muy bello, Sobre el deporte, que reúne sus textos. Cuando lo leyó, Pasolini le sacó la culpa. Podía ser el cineasta que es, pensar a la sociedad, escribir, tener conciencia de clase y ser un hincha irracional.
-¿Qué te hizo ver Pasolini respecto del fútbol?- le pregunto.
-La importancia que tiene para los subalternos. Es casi una cuestión de trascendencia espiritual. Para nosotros en la villa el fútbol era lo único que nos hacía olvidar de la miseria en la que vivíamos. Muchas veces no teníamos siquiera una pelota y la inventábamos haciendo una bola con trapos, o con papel y cinta. Yo un poco extraño la época mala de Racing, cuando lo único que importaba era ir a alentar, cuando vivíamos perdiendo y llenábamos todas las canchas. Esa hinchada irracional donde el fútbol era casi lo menos importante. Ahora el hincha se volvió muy exitista y crítica hasta cuando ganamos.
“El fútbol es la última representación sagrada de nuestro tiempo», escribió hace muchos años Pasolini, que era hincha del Bolonia, el equipo de la ciudad en la que nació. Y es posible que esa idea pueda mantenerse. César, que fue a la cancha con muletas, con los disparos en el cuerpo, hasta una semana antes de caer preso, tiene algo de nostalgia de ese aguante, de ir como sea, cuando sea y a todos lados. Pero y no hay visitantes. Dice nunca le pudo contar a Capusotto la anécdota en la cancha de Huracán. Quizá haya llegado el momento.